Si el cine de ficción en México
presenta problemas con la producción, exhibición y distribución, ni hablemos de
lo que padece el cine documental; bueno, mejor sí, hablemos de él.
Sé que ahora muchos asocian al
documental con un extenso promocional jurídico que llegó a las salas de cine recientemente
(Presunto Culpable) –aquí los exhibidores eran igualmente productores, anormal
coincidencia que le favoreció drásticamente- y que se valió de una serie de no muy claras
estrategias para atraer público. Pero no, el documental existe desde mucho
antes.
Una carta abierta de distintos
documentalistas mexicanos marcaba una postura lejos de las ideas de los
responsables de dicha obra. La mayor crítica recaía –creo yo- en el discurso
que se asumía como objetivo, como portador de la Verdad absoluta; y es que si
algo marca a una obra es la carga subjetiva que lleva. Bien se dice en esta
carta que decidir el encuadre ya es excluir.
Uno de los tantos firmantes de la
carta es Everardo González, un hombre que gusta de contar historias, de esas
que suceden todos los días frente a nosotros, al lado. Pues si bien la ficción
nos cuenta las historias de lo que “puede ser”, el documental retoma fragmentos
de esta realidad, para algunos doliente, para otros un cúmulo de derrotas, para
otros su vida al fin y al cabo.
Los personajes típicos de la
ficción cinematográfica (en su mayoría) son jóvenes que habitan espacios urbanos,
pertenecen cuando menos a la clase media, están insertos en esta dinámica
global, con dudas existenciales, pero con las necesidades básicas resueltas. Y
así no son los personajes –sujetos de carne y hueso al fin- del cine de
Everardo González.
Tras unos cortos de carácter
documental, en el año de 2006 filma la que será su tesis en el CCC “La canción
del pulque” Y he aquí una declaración de principios.
En un país tan desigual como el
nuestro, tan variado, tan multicultural,
es obvio que millones de gentes no se ven identificadas con las historias que
muestran el cine, la televisión, la literatura. Siguen siendo los olvidados de
Buñuel, pero estos –reitero- son de carne y hueso, tienen nombre y una historia
detrás.
Nada más lejos del clamor popular
que el pulque, ancestral bebida usada por pueblos prehispánicos para sus ritos
sagrados, pero hoy día asociada –despectivamente- a las clases bajas, a los
seres marginales, a los barrios, a los pueblos. Añadamos el asco que produce en
una gran cantidad de personas debido al famoso “muñeco” con el que la bebida se
fermenta, en síntesis hay una serie de prejuicios alrededor de tan noble
bebida.
Y González nos lleva al campo,
particularmente al estado de Tlaxcala, para saber de hombres que elaboran la
bebida y que plantean un problema ajeno para la mayoría: se están acabando las
reservas naturales, ya no habrá en algunos años de donde sacar el pulque. Y
ante esa duda que lleva implícita la interrogante de qué harán estos
“pulqueros” cuando ese día llegue, nos encontramos de pronto con los
parroquianos de una “pulcata” llamada La Pirata.
Charlan animosamente, cantan,
celebran, comparten; la vida que les ha negado muchas posibilidades les
retribuye a modo de un extenso surtido de curados.
La naturalidad que nos ofrecen
hombres y mujeres del lugar ante la cámara es gracias al trabajo previo del
director, al lograr haberse hecho uno más de esa pequeña sociedad. La cámara
pues, dejó de ser una intrusa. Repasar juntos la vida –en palabras de
González-. Ellos y él, y nosotros los espectadores.
Tras premios en distintos festivales
y una corrida por ciertas salas destinadas al cine no comercial, dos años
después apareció el siguiente documental de González, que llevaba por título
“Los ladrones viejos”.
Aquí encontramos hombres
similares a los de La canción del pulque, con una leve diferencia. Los
protagonistas de la obra, son todos, ladrones (carteristas, asaltantes,
estafadores) quienes narran con lujo de detalles como practicaban su oficio.
Rememoran ese pasado lleno de
juventud, de posibilidades, de riesgos, ese atajo que un día tomaron y que les
permitió salir de las condiciones de pobreza en las cuales habían nacido.
Arrebataban mucho de lo que la vida les había negado desde temprana edad.
Y sin hacer apología de crimen,
si nos muestra que estos hombres a pesar de cometer una serie de crímenes
tenían un código (intentaban no dañar físicamente a nadie, mostraban signos de
humanidad), algo que suena impensable para nuestras historias criminales
actuales.
Con ayuda de material fílmico de
archivo se construye –gracias a una impecable edición- una ágil historia, donde
los contrastes de las imágenes antiguas y las contemporáneas nos brindan un
completo panorama del antes y el ahora de estos nuestros ladrones viejos.
El cielo abierto es la más
reciente producción del documentalista. Trata sobre los diarios de Oscar
Romero, sacerdote salvadoreño, pero más que nada, un testigo de la dolorosa
guerrilla que aquel país sufrió.
Por igual interesante resulta la
historia detrás del documental. Una vez encargado al realizador, y habiendo llegado
a la etapa del primer corte, preocupa a quienes le financian y deciden retirar
el apoyo (incomodaba la visión del Religioso que ofrecía el documental).
Después inicia la lucha de González por los derechos y porque esa obra pueda
ser exhibida, y logra difundirle. De hecho la película estuvo siendo exhibida
en un sitio por internet previo pago 5 dólares (ignoro sin aún se pueda ver
así).
Viren al documental, mexicano por
ejemplo, no todo es ficción, estas obras nos muestran un poco de lo que somos.
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